Mariano Urraco | 01 de octubre de 2019
La distopía vive una segunda edad dorada en el marco de una sociedad que tiene miedos y a personas capaces de convertir esas pesadillas en entretenimiento.
Cuentan las crónicas que la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump vino acompañada de un aumento sin precedentes del éxito editorial de una obra clásica, el 1984 de George Orwell, que agotó sucesivas ediciones por motivos seguramente más vinculados con la hábil mercadotecnia editorial que con el supuesto carácter profético del texto orwelliano para entender el advenimiento de Trump y, se supone, su previsible evolución posterior.
Cuentan, también, las crónicas que, hablando de estrategias mercadotécnicas, los promotores de la campaña presidencial del rubicundo magnate aprovechaban las pausas publicitarias de la conocida serie de televisión The Walking Dead para “colocar” sus mensajes. Se presume que los espectadores fascinados con el apocalipsis zombi serían capaces de establecer determinadas “conexiones lógicas” entre el auge migratorio, verdadero leitmotiv de la campaña republicana encabezada por Trump, y el escenario de pesadilla al que se enfrentan el sheriff Rick Grimes y los demás supervivientes de la ficción televisiva. Los zombis, como los latinos, desarrapados que intentan acabar con el estilo de vida americano, tan enfatizado en el propio eslogan Make America Great Again.
Más allá de lo complicado de simplificar hasta los extremos unicausales los análisis sociales, no debemos dejar de lado la utilidad sociológica que presentan las obras de un género que vive hoy una segunda edad dorada, como es el género distópico, hasta el extremo de situar en el imaginario colectivo una noción (la propia ‘distopía’) que hasta hace poco ni siquiera figuraba en nuestro diccionario, en el que sí que llevaba tiempo instalada la feliz ‘utopía’, como representación de situaciones idílicas, sociedad perfecta, felicidades absolutas.
¿Por qué nos atrae tanto, hoy, la distopía? Aventurando una respuesta, siempre tentativa, a la primera parte de la interrogación, tal vez podríamos vincular el éxito de este género con la propia decadencia de los grandes relatos que otrora guiasen a las sociedades, impulsadas por el sueño de un progreso que ahora, quizás alcanzado, ha resultado decepcionante para muchos, cuando no incluso contraproducente.
Puede haber un influjo conservador en la distopía, en la presentación de panoramas futuros aborrecibles que siempre parten de algún error original, ya sea éste resultado de los excesos del ser humano en su progreso técnico (véase la larga marcha triunfal del universo Terminator, por citar solamente un ejemplo ampliamente conocido y consumido) o en sus afanes de trascender su propia naturaleza humana, mortal (el zombi como infectado por un virus que pretendía erradicar alguna pandemia, como lo vemos en la versión cinematográfica de Soy leyenda, o el cíborg como nuevo Frankenstein que, una y otra vez, vuelve para castigar la soberbia de su creador).
Retomando la pregunta que nos hacíamos al comienzo del párrafo anterior, cabe preguntarse por los motivos que nos llevan, en una sociedad tan satisfecha y próspera como la nuestra, a realizar estos ejercicios de ficción especulativa que nos trasladan a paisajes y escenarios tan poco deseables. Por qué precisamente ahora, por qué precisamente aquí, cuando la distopía es bien real en otras partes del planeta. En modo alguno creo que se pueda considerar esta “moda distópica” como una mirada pesimista sobre nuestro futuro. Puede contener algo de crítica al presente de nuestra sociedad, pero resulta más una advertencia que una condena, una llamada de atención sobre los excesos que, hoy, amenazan nuestro estado, tan duramente conquistado, de supuestamente merecido bienestar.
Ocurre que, en una sociedad construida sobre grandes promesas (la libertad, la igualdad, la fraternidad…) y sobre un desarrollo científico y tecnológico con un ritmo de crecimiento exponencial en las últimas décadas, el volumen de amenazas posibles se multiplica. Crecientemente sometida la Naturaleza por los propios avances biotecnológicos, domeñadas cada vez más enfermedades, se teme una venganza de Gea que adoptase la forma de cualquier plaga bíblica envuelta en formato posmoderno (un nuevo virus, un repentino despertar zombi, el fin de los recursos, el cambio climático…). Cualquiera de nosotros podría mencionar alguna novela o película reciente que parta de ese punto crítico de comienzo del apocalipsis.
Las distopías clásicas, como la del propio Orwell que citábamos al comienzo de este texto, se centraban en los excesos del poder y en cuánto en ello hay de anulación del individuo y de aumento de la desigualdad social y del control político (como en la magnífica Nosotros, de Yevgueni Zamiatin, o en El talón de hierro, de Jack London). Hoy, a ese peligro, exacerbado por las propias posibilidades tecnológicas (qué atrás quedó Enemigo público, en la que Will Smith trataba de huir de los ya entonces omnipresentes ojos de “el poder”), se añade toda otra serie de elementos que hacen tambalearse la actual forma de vida de nuestras sociedades, desde la inmigración (recurso este tan bien explotado por Houellebecq en su Sumisión) o el machismo extremo de El cuento de la criada hasta el despoblamiento (como en algunos ejemplos de la novela neorrural española contemporánea), tan opuesto a la sobrepoblación que tanto agobiase a los autores de los años sesenta y que tuvo su cúspide con la película Soylent green, inspirada en el asfixiante mundo descrito por Harry Harrison en ¡Hagan sitio! ¡Hagan sitio!
Cada sociedad tiene sus miedos y esta sería la última clave interpretativa que quisiera adelantar en este punto. Cada sociedad tiene sus miedos, decía, y hoy, además, tiene a unos expertos que cuentan con una perfeccionada técnica para recabar estas pesadillas, para conocer qué es lo que preocupa a las personas… y ofrecérselo, como entretenimiento, en libros, películas, videojuegos, cómics y cualquier otro medio de consumo masivo. Como muy certeramente vende su libro el editor de Mañana todavía, recopilación de cuentos distópicos españoles escritos por autores “generalistas”, al fin y al cabo las pesadillas que vemos en estas obras son, para nosotros al menos, un mañana improbable. Todavía.
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